A Esteban, la soledad lo había hecho presa de su propia habitación. Eran
aquellas cuatro paredes, y su ordenador, aparte de la conexión a Internet que
mantenía con parte de la paga de jubilación que seguía cobrando mensualmente su
madre, lo que le unía a un exterior cada vez más distorsionado, lejano y ajeno
a todo lo que no le inspirara confianza. En definitiva, todo. Su reclusión era
su propia militancia anómica.
El pequeño piso que ocupaba con su madre estaba situado en un barrio
humilde, venido a menos con los años
después de la esplendorosa eclosión que le hizo ser envidia de pulcritud y
ocupación obrera, acogiendo a familias de muchos de los pueblos de la provincia
cercanos a la capital y siendo ahora guetto habitado por inmigrantes, en el
intento de hacerse un hueco. Un hueco desesperado que estaba provocando la
huida de muchas de las familias que habían conseguido escapar del barrio y huir
de éste antes de esta última recesión. La de ahora, la que nos negamos a
admitir. La que se nos negaba contar. La que se nos invitó a superar con el
esfuerzo mismo de los mismos de siempre. La de la especulación y como fracaso y
fiasco final de principios de este siglo XXI. Siglo y entorno ajeno a Esteban
en ese interiorizado retiro doméstico auto elegido junto a su madre. Desde que
subieron a Jaén con su guita en el bolsillo a medir los huecos en las paredes
destinados a los muebles que mudaron desde el paso a nivel. Rememorando a
tantos y de entonces, desde los inicios del barrio, en los años sesenta.
La virtualidad y sus recompensas y ese empeño enfermizo por escribir,
eran su razón paradójica de ser. Aparte de ese casi obsesivo empeño por
mantener limpias y cuidadas las manos de su madre. Eran su vida, su objetivo
venerado: sus palmas, las yemas de sus dedos, las uñas esmaltadas, sus
nudillos, sus muñecas limpias de adornos y pulseras ulcerantes.
Cada tarde, antes de prepararse la merienda y sentarse delante del
ordenador para continuar con el trabajo o entretenimiento que tuviera comenzado
por la mañana, lo mismo que cada mañana al levantarse y antes de prepararse el
desayuno previo a otro día de “trabajo”, dedicaba el tiempo necesario a lavar y
asear a su madre. Ésta permanecía en actitud hierática y fría todo el día.
Sentada en ese sillón y a espaldas de su hijo. Siempre “atenta”. Siempre a sus
espaldas. Siempre sentada en ese rictus céreo. También cuando Esteban, ayudado
de todos los productos que había ido coleccionando y adquiriendo pacientemente
para el cuidado de aquellas ya viejas y gastadas manos, con una perfección casi
profesional, llevaba a cabo ese ya casi ritual de todas las tardes y todas las
mañanas ordenando secuencialmente todo el material que necesitaba para el aseo
de su madre.
La imposibilidad para moverla, la inmovilidad de ésta, le hacían enjugar
esas manos con toallitas para la higiene de los bebés y de forma exquisita,
evitando el agua corriente, muy dura por la cal que contenía, y haciéndolo con
el tacto y el cuidado de no dañar en lo más mínimo aquella ya piel arrugada y que Esteban
se esmeraba en conservar rozando esa obsesión y pericia casi taxidermista:
-¡Madre!. ¡Qué manos más bonitas tienes!. ¡Qué limpias!
-Y tus dedos, tan largos y repuntados como los de un pianista. Debemos
cuidarlos. Estas yemas son las que siempre me acariciaban y me niego a
renunciar a su tacto, madre. A su huella.
-Ya no me acaricias, madre.
-Madre, echo de menos tus caricias.
Suero fisiológico, gasas estériles, aceite de almendras, hidratantes,
esmalte de uñas, toallitas desmaquilladoras, jabón casero e incluso botox y
silicona dérmica eran su material de trabajo. Sobre todo en esta última época.
Desde que una tarde descubrió una pequeña úlcera en el pulgar de la mano
derecha de su querida madre y que Esteban no estaba dispuesto a que
evolucionara y afectara el estado de excelencia e integridad que él se empeñaba
en conservar en las manos y dedos de ella. Úlcera que consiguió asombrosamente
curar y cerrar aplicando apósitos húmedos y coloides. Hasta recuperar esa piel
y terminar tratando la cicatriz con pequeñas infiltraciones de ese botox o
silicona adquirido por Internet y que incluso consiguió de nuevo almohadillar
su huella digital perdida durante las curas. En menos de un mes. El tiempo que
él se había planteado después de leer todo lo habido y por haber:
“La inyección intradérmica superficial de silicona en
la piel puede producir la aparición de “microesferas”, y en concreto en la piel
que recubre hueso. Sin embargo, ciertas cicatrices y arrugas carecen del grosor
dérmico; en dichos casos, la inyección intradérmica superficial controlada es
intencionada y produce el aumento deseado. El depósito de Silicona para los
mismos efectos en la interfase subcutánea dérmica más profunda consigue una
corrección subóptima...”
Y en éstas, Esteban especulaba sobre el proceso de curación y
cicatrización como cualquier experto cirujano estético que se preciara y de los
de “Corporación”:
-Madre, yo tenía que haber sido médico. Lástima que padre no tuviera el
dinero necesario y yo terminase en esa odiosa fundición de cobre que ha acabado
con mis intestinos y solamente me ha dejado este continuo sabor metálico en mi
boca y que jamás me ha permitido saber a qué sabe el beso de una mujer.
Esteban se resistía a culpar a su madre por su soledad y por la necesidad
de cuidar de ella toda una vida. La quería y siempre se prometió no
abandonarla. Él había sido el menor de seis hermanos que habían ido haciendo
mutis con el paso de los años.
Nada escapaba a la inteligencia y dedicación de Esteban a través de la
lectura y a la búsqueda en la Red de todos los conocimientos que la vida y la
pobreza le habían negado académicamente. No dudaba en buscar cualquier concepto
de cura innovadora y hasta el punto de haberse convertido en todo un experto en
el trato y manejo de las heridas y en la conservación de los tejidos. En el trato de las manos de su madre Adela. La dermatología y la cirugía
estética eran su “especialidad”.
Adela Guzmán Rivas. Jubilada y pensionista viuda. Trabajadora incansable
toda su vida laboral y dedicada a la Red Nacional de Ferrocarriles Españoles.
Guardabarrera en un paso a nivel. Último y previo a la entrada a la estación de
tren de una pequeña capital de provincias. Madre de seis hijos. Dos hembras y cuatro varones, de los cuales Esteban
era el menor y el que había permanecido junto a ella con el paso de los años.
Viuda muy joven que había dedicado su solitaria madurez a ese trabajo mecánico
que después sería suplido por semáforos y barreras automáticas haciendo
prescindible cualquier actitud manual que pendía de un reloj y del uso de la
intuición y el cambio de sonido, crujir de traviesas de madera y silbidos a lo
lejos, que indicaban cadencialmente a Adela la venida de los distintos trenes
que, por delante de la pequeña casita junto a la vía, a diario, pasaban y
siempre vigilados por ella y sus hijos desde que a su marido, zapador, lo
atropellara una máquina de las de carbón mientras trabajaba en la vía y cuando
el oído empezó a “secársele” impidiendo una mañana de Enero que oyese a aquella
guadaña de acero cargada de negro mineral que le arrolló y esparció trozos de
su cuerpo por el pedregal arcén de aquel tramo de vía que estaba intentando
arreglar, junto a otros dos compañeros.
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Gregorio Montes Lerma. Zapador. Devoto trabajador incansable de la Red
Nacional de Ferrocarriles Españoles. Padre de seis hijos. Cuatro varones y dos
hembras. Que habían venido al mundo cada uno en una distinta estación. En un
distinto paso a nivel de los de la red viaria de esta nacional empresa. En
todos esos destinos que habían llevado a Gregorio y a Adela por todo el
recorrido desde Puente Genil a Lucena. Desde Guadix a Linares. Desde
Despeñaperros a la Estación de Espeluy.
Gregorio conocía aquellas vías como la palma de su mano. Las había
recorrido miles de veces subido a cualquier vagón. A cualquier mercancías. Al
Correo, al Catalán, al de Algeciras, al Rápido. Aprovechando cualquier tramo
para acudir siempre solícito a cualquiera de los seis partos de su mujer Adela.
Estuviese donde estuviese siempre llegó en el momento de alumbrar su esposa y
aprovechar el momento para nombrar a sus hijos: Plácido, José, Candelaria,
Emilio, Dolores y Esteban. Su Esteban.
Fue a la hora de la salida del primer turno de la Fundición, cuando
Esteban volvía a casa y encontró a su padre esparcido por todo aquel pedregal.
No lloró. No gritó. Pacientemente fue recogiendo trozos de aquel cuerpo
mutilado y como si se tratara de un rompecabezas fue dando forma a lo que hacía
unos minutos era un cuerpo grande, fuerte, más envejecido de lo que su edad
pudiera aparentar y gastado por las inclementes salidas intempestivas en muchas
ocasiones buscando las averías que acontecieran en cualquiera de los tramos de
vía por mantener, ahora en aquel último destino que parecía les había
posibilitado por fin una casa definitivamente decente y prestada por la
empresa.
Los trabajadores de la Fundición de cobre no daban crédito a lo que sus
ojos veían. Aquel muchacho estaba recogiendo los pedazos de su padre y
componiendo a la vez aquel cuerpo con un cuidado ciego, que no le dejaba
derramar ni una sola lágrima y repitiéndose una y otra vez el que su madre no
debía verlo así. Empezó a llover.
De haber tenido Esteban aguja e hilo seguro que hubiese sido capaz de dar
costura a su composición, pero fue su propia chaqueta la que consiguió
conjuntar aquel tronco desmembrado, en una sola pieza, y cuando ya se oían de
lejos los gritos de Adela acercándose vía abajo y avisada por alguno de los
trabajadores de la Fundición. La lluvia limpiaba la sangre y el rostro de
Gregorio.
Jamás Esteban olvidaría aquella imagen y cómo unió los trozos de su padre
muerto en un derroche de certeza casi quirúrgica, evitando a su madre una
visión dantesca de aquel cuerpo completamente destrozado y que la dejaba viuda
con cuarenta y cinco años y seis hijos. El menor, Esteban, con solamente doce
años de edad.
Aquel acto consiguió que Esteban se ganara el apodo del “forense”, y que
a pesar de su edad, jamás nadie le negara la entrada a los velatorios junto a
su madre. A pesar de lo cual, era dado de lado por los niños en la escuela, que
lo nombraban como el “Frankestein” de las películas de miedo. Ésa fue la razón
por la que Esteban perdió todo el interés en la relación con los chicos de su
edad y creciese sólo rodeado de los adultos que lo veían ya parte irrenunciable
de todos los funerales. Siendo la insistencia de su madre la que, al menos,
posibilitara el que consiguiera una caligrafía y escritura exquisita, y que hizo que
Esteban fuera un prodigio en estas artes, copiando miles de veces los
documentos y cartas que Adela le daba de la carpeta que Gregorio guardaba con
sus papeles y sus recuerdos. Ella jamás aprendió ni tan siquiera a firmar y no
quería que su hijo fuese un analfabeto como ella, le repetía una y otra vez:
-A un hombre se le mide por su firma, hijo.
-La palabra de un hombre no es nada si no la acompaña su rúbrica y se ha
de firmar hasta la sentencia de muerte de uno mismo, si hace falta, hijo. Nunca
lo olvides. (Nunca lo olvidó).
Adela era mujer beata y de buen corazón para con sus vecinos, que siempre
era reclamada en aquellos momentos en que junto a su hijo, “el forense”, y de
llegar a tiempo como siempre era su empeño, ayudaban en las amortajas y
vestimenta de los difuntos, en ese definitivo “estar presentes” y de cara al
último viaje.
Un funeral decente no podía prescindir de Adela y su hijo. Era como si
algo faltara. Algún difunto que otro, en su último trance, se comentaba, que
llamaban a Adela para que lo vistiese y en el momento en que éste se sentía
morir. Esteban había crecido, paradójicamente, con la muerte como compañera
inseparable. Con la muerte y con su madre.
Las gentes, paseantes y trabajadores del campo, una vez que Adela
arrastraba la gran cadena que cruzaba el camino que subía de las huertas y
pasando desde las “Escuelas Aceleradas” a la Fundición y de la que pendían dos
grandes círculos de latón pintados de rojo y blanco indicando el “prohibido el
paso”, esperaban solícitos el cruce del tren mientras charlaban con ella o jugaban
con sus críos bromeando y entre risas. Regalando a los chicos muchas veces la
comida para aquel día. Directamente de las huertas de las afueras de la ciudad,
donde cada cual cultivaba lo que podía, lo que la miseria y la necesidad, así
como la época del año, les dejaba arrancar a aquella tierra generosa: lechugas,
pimientos, habas, pepinos, berenjenas, patatas, alcachofas y llegado el verano
sandías y melones.
La cadena oxidada y su sonido característico fueron parte de toda su
vida, lo mismo que el olor mezcla a carbón y madera mojada de traviesas
amontonadas a un lado de la pequeña casa manchada de negro y rojo cobre de la
fundición de enfrente.
Esteban, ahora en el rincón de su habitación dedicado al ordenador y a
sus escritos, echaba de menos aquellos olores y sensaciones. Los juegos con los
caminantes y el paso del tren que
mensualmente traía enganchado el vagón del economato con todo el resto de
alimentos y conservas que se guardaban, junto a las golosinas, en un rincón de
la alacena de la pequeña cocina de la casa negra y roja: Harina, atún en
escabeche, algunas sardinas arengas, alguna botella de vino de las de padre y
hasta que este murió.
Esteban trabajó en la fundición de cobre que había al otro lado de la vía
y de la casa donde vivieron hasta que su madre se jubiló, ya viuda y sin la
posibilidad de seguirla ocupando una vez que ésta debía ser habitada por la
familia del siguiente guardabarrera contratado, propiedad de “RENFE” y cedida a
sus trabajadores para este menester y hasta la jubilación de los mismos. En el
caso de Adela, cuando ya sus otros cinco hijos habían hecho vidas aparte
dejando solos a Esteban y su madre. Que juntos, irremediablemente, se mudaron a
ese barrio del que ya nunca saldrían. Haciéndose parte a la vez de él y
testigos de su decadencia.
La fundición cerró y trasladó su capital a mejores empresas inmobiliarias
con el boom de la especulación por el suelo y la construcción de viviendas VPO,
y fue cuando Esteban, que no había aprendido a hacer nada que no fuese el
servir de aguador al resto de los trabajadores, se sumió en un estado de
incertidumbre y desidia que fue el que lo desconectó, poco a poco, de un mundo
que se le presentaba cada vez más lejano y hostil.
Con el tiempo había ido adquiriendo una caligrafía modélica, y un sexto
sentido para enlazar y concatenar reflexiones documentales que le hacían un
erudito en cuestiones administrativas y de manejo de documentos oficiales,
instancias, solicitudes varias, pensiones, pagas por viudedad, escritos varios
que le eran solicitados por todos aquellos que sabían de su secreta virtud en
esos artes y aprovechando el paso del tren mientras esperaban que Adela
retirara la cadena que separaba a ambos del resto del mundo. Era entonces
cuando planteaban a Esteban sus necesidades y cuando dejaban a éste todo tipo
de cuestionarios y papeleo en el intento de que fuese el chico el que se los
tramitara y gestionara.
Esas mismas virtudes fueron las que él y su madre aprovecharon con el
paso de los años para sacar así un dinero extra que finalmente les posibilitó
adquirir la nueva vivienda en el nuevo barrio y una vez jubilada ella. Y de
esta forma compraron ese pisito que sería su última casa y refugio de sus
últimos sueños de vida en familia truncada por la muerte y por el abandono
progresivo del resto de hijos y hermanos...
Pasaron varios inviernos en los que Adela se resentía del frío en sus
bronquios, de tantas mañanas esperando el paso del Rápido para echar las
cadenas que con su sonido anunciaban el metálico amanecer a muchos de los
caminantes que rumbo a las huertas cruzaban por el paso a nivel.
Se habían acomodado en aquel barrio y en aquel piso de donde Adela, después del segundo de esos inviernos, ya no volvió a salir a la calle. Tomando Esteban el relevo en las tareas domésticas, de la compra diaria en el mercado que se construyó, junto a las escuelas, en la misma época en que el barrio nacía y del cobro mensual de la paga con la autorización de su madre:
-¿Qué te llevas hoy, Esteban?. ¿Un kilito de tomates y dos de naranjas?.
Las tengo muy ricas, y esas lechugas son de las que tu madre siempre elige.
Toma, dáselas de mi parte y dile que espero que se ponga buena muy pronto.
Desde el funeral de Matilde ya no la hemos vuelto a ver. ¿Cómo se encuentra?.
-Bien, ya sabe usted, con el pecho muy tocado y sus toses... Gracias.
El tercer invierno fue demasiado duro para Adela. No lo resistió y un
golpe de tos ensangrentado terminó por ahogar una mañana el hilo de voz con el
que llamaba a Esteban mientras éste estaba en la calle haciendo las compras de
rutina y volvía a casa sin saber que Adela ya no vivía. Que su destino era, a
partir de ese momento, el de vivir solo y conectado virtualmente a un mundo
ofertado por esa tecnología de la que se había ido haciendo paradójicamente
experto sin ayuda de nadie y a través de la cual había conocido un mundo negado
a él y a cambio del cuidado y devoción a su madre.
Cuando Esteban la encontró muerta en la cama, no se resignó a perderla y
fue entonces cuando resuelto a seguir contando con su compañía, decidió cuidar
su cuerpo y conservarlo incorrupto mediante todas las técnicas y conocimiento
que había ido acumulando con el paso de los años. A través de la asistencia y
preparación de tantos cadáveres como había asistido en esa vocación suya desde
la muerte de su padre. A través de toda la información que, a partir de ese
momento, su ordenador le iba a proporcionar.
A su madre nadie la echaría de menos. Sus hermanos, residentes de otras
ciudades que ni él era capaz de recordar ni nombrar, hacía tiempo que no
visitaban sus recuerdos de familia. Nunca habían encajado la triste vida
arrastrada por todos ni la actitud de su “hermano forense”, que no había sido
capaz de abandonar a la vieja Adela ni a sus recuerdos junto a la vía del tren.
De esta forma y en esas circunstancias pasaron las semanas junto a su
madre muerta y a ese cuerpo inerte que con tanto cariño y amor Esteban cuidaba
a diario consiguiendo que, mediante esas técnicas de taxidermia y conservación,
permaneciera junto a él siendo irremediablemente el centro de su vida. Mucho
más a partir de ese momento en que su madre apagó su voz, a pesar de que
Esteban se negó a apagar su “presencia”, adentrándose en un camino que se
negaba a recorrer en soledad.
Los gritos de una vecina, cuando Esteban volvía del mercado, avisaron a
éste de que algo no andaba bien. La gente se agolpaba junto al portal en el que
vivían. Convencido de que algo le pasaba a su madre y ciego en sus propias
imaginaciones, Esteban corrió dejando caer las bolsas y el pan que traía del
mercado. Las manzanas rodaron hasta perderse bajo un coche aparcado junto a la
acera. Era de la policía y permanecía junto al portal rodeado de todos los que
hasta ese momento habían visto en Esteban a un hijo ejemplar y ahora creían
descubrir una mirada macabra que no era más que el resultado del miedo y el
horror de haber sido descubierto; su
mirada evidenciaba la desesperanza de imaginarse a partir de ese momento solo y
alejado de su madre: De su madre, ahora si, muerta para siempre:
-Esa mujer
lleva muerta meses, seguro. Y yo la he encontrado ahí, sentada junto a la
ventana, dándole el sol en mitad de esa habitación llena de olores a medicinas.
Me encontré la puerta abierta y quise pasar a saludarla después de tanto tiempo
sin saber de la pobre Adela.
En una de sus rutinarias salidas, Esteban había olvidado cerrar la puerta
de casa. Él, que era tan metódico y perfeccionista en todo lo que hacía, había
errado exponiendo a aquella vecina su mayor y preciado secreto. Su madre fue
objeto de miradas ajenas y de tocamientos de otras manos que olvidaron la
veneración de sus caricias en el intento de saber la causa y el tiempo de su
muerte. Esteban no acompañó a su madre en aquel último entierro del que ambos
debían haber hecho definitiva y final despedida hacía ya varios meses.
Esteban no volvió a pronunciar palabra alguna después de que fuese
detenido y finalmente ingresado en un centro psiquiátrico del que ya no volvió
a salir por decisión propia. Ahora escribe cartas de amor para sus compañeros
faltos de cordura, sentado frente a una ventana, donde todas las tardes
recuerda a su madre dibujada en las sombras que los rayos de sol proyectan
entre los árboles del patio que tiene enfrente: Su pelo, sus manos, sus
caricias, su olor, siguen llenando de recuerdos la leve existencia de Esteban.
Antonio J. Valenzuela.
-Enfermero-
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